JESUS Y LA LEY (PARTE 2)
“No penséis que he venido para abrogar la ley o los profetas; no he
venido para abrogar, sino para cumplir. Porque de cierto os digo que hasta que
pasen el cielo y la tierra, ni una jota ni una tilde pasará de la ley, hasta
que todo se haya cumplido” (Mateo 5:17-18).
En esta sección que sigue del Sermón del Monte, entramos en un muy
importante tema. El Señor había declarado el carácter de los herederos del
reino de los cielos y luego la posición propia que les corresponde como tales.
Él declaró “bienaventurados” a aquellos a quienes
los hombres habrían considerado necio calificarlos de ese modo. Declaró
bienaventurados y felices a aquellos que fueran menospreciados, aborrecidos,
perseguidos, etc., por causa de la justicia y por amor a Su nombre, algo que
sonaba extraño a oídos de un judío que esperaba la venida del Mesías para
recibirlo conforme a las promesas hechas a los padres, y según los profetas, el
cual pondría a Israel en una posición de preeminencia sobre el mundo, lo cual
comprendería la destrucción de sus enemigos, la humillación del gentil y la
gloria de Israel. Sin embrago, el Señor insiste en declarar bienaventurados
únicamente a los primeros, bienaventurados con un nuevo tipo de bendición muy
superior a la que un judío pudiese concebir. Y esto es parte de los privilegios
en los que nosotros también somos introducidos por la fe de Cristo.
Ahora bien, si había esta nueva y sorprendente clase de bendición —tan
extraña para los pensamientos del Israel según la carne—, ¿cuál era la relación de la doctrina de Cristo, y del nuevo estado de
cosas que estaba por ser introducido, con la ley? Si el Mesías vino de Dios, ¿acaso la ley no? Ésta fue dada ciertamente
por Moisés, pero procedía de la misma fuente. Si Cristo introdujo aquello que
fue tan inesperado incluso para los discípulos, ¿cómo habría afectado esta
verdad a aquello que habían recibido previamente por medio de inspirados
siervos de Dios, y para lo cual ellos tenían la propia autoridad de Dios? Si se
debilita la autoridad de la ley de Dios, claramente se destruirían los
fundamentos sobre los que descansa el Evangelio, porque la ley era de Dios, tan
ciertamente como el Evangelio. Por esa razón, se suscitó una pregunta de
trascendental importancia, en especial para un israelita: ¿cuál era el impacto
del reino de los cielos, de la doctrina de Cristo acerca de él, sobre los
preceptos de la ley?
El Señor inicia este tema (desde el v. 17 hasta el fin del capítulo
tenemos la cuestión abordada) con estas palabras:
“No penséis que he venido para abrogar la ley o los profetas” (v. 17).
Ellos podrían haber pensado que Jesús había venido para eso por el hecho
de que había introducido algo que no estaba mencionado en la ley ni en los
profetas; pero “No penséis” —dice— que he venido para abrogar la ley o los
profetas; no he venido para abrogar, sino para cumplir”. Tomo este vocablo
“cumplir” en su más amplio sentido posible. El Señor, en su propia persona,
cumplió la ley y los profetas, en justa sujeción y obediencia en Sus propios
caminos. Su vida aquí abajo manifestó su belleza desde el comienzo sin ninguna
imperfección. La muerte del Señor fue la más solemne sanción que la ley jamás
recibió o pudo recibir; por cuanto la maldición que ella pronunció sobre el
culpable, el Salvador la llevó sobre sí mismo. Antes que Dios reciba deshonra,
no hubo nada que el Señor no tuviese que padecer. Pero, además, creo que las
palabras de nuestro Señor permiten una aplicación adicional. Hay una expansión
de la ley, o δικαίωμα (dikaioma), que confiere a su elemento moral el más
amplio alcance, de modo que todo lo que honraba a Dios en ella, debía ser
puesto de manifiesto en su poder y extensión más plenos. Ahora se dejaba a la
luz del cielo caer sobre la ley, y la ley interpretada, no por el hombre débil
y falible, sino por Aquel que no tenía ninguna razón para pasar por alto una
sola jota de sus demandas; cuyo corazón, lleno de amor, sólo pensaba en la
honra y en la voluntad de Dios; cuyo celo por la casa de su Padre lo consumía;
y quien devolvió lo que no había quitado (Salmo 69:4). ¿Quién sino Él podía
exponer la ley de esta manera, no como los escribas, sino en la luz celestial?
Porque el mandamiento de Dios es sobremanera amplio, ya sea que veamos el fin
de toda perfección en el hombre, o la suma de ella en Cristo.
La justicia práctica del creyente
Lejos de anular la ley, el Señor, por el contrario, la ilustró de la
manera más brillante que nunca, y le dio una aplicación espiritual, para la
cual el hombre no estaba preparado en absoluto antes que Él viniese. Y esto es
lo que el Señor procede a hacer en una parte del maravilloso discurso que
sigue. Después de decir “hasta que pasen el cielo y la tierra, ni una jota ni
una tilde pasará de la ley, hasta que todo se haya cumplido” (v. 18), agrega:
“De manera que cualquiera que quebrante uno de estos mandamientos muy pequeños,
y así enseñe a los hombres, muy pequeño será llamado en el reino de los cielos;
mas cualquiera que los haga y los enseñe, éste será llamado grande en el reino
de los cielos. Porque os digo que si vuestra justicia no fuere mayor que la de
los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos” (v. 19-20).
Nuestro Señor va a abordar ahora con más detalle los grandes principios
morales de la ley en mandamientos que emanan de Él mismo y no meramente de
Moisés, y muestra que éste es el medio principal por el cual los hombres serían
probados. Ya no se trata más meramente de una cuestión de los diez mandamientos
pronunciados en Sinai; sino que, a la vez que reconoce el pleno valor de los
tales, Él habría de desplegar todo el pensamiento de Dios de una manera
muchísimo más profunda de lo que jamás se habría podido imaginar antes, a fin
de que ésta fuese, desde entonces, la gran prueba.
Luego, cuando se trata del uso práctico de estos mandamientos Suyos, Él
dice: “Si vuestra justicia no fuere mayor que la de los
escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos” (v. 12). Esta
expresión no hace la menor referencia a la justificación delante de Dios, sino
a la apreciación práctica de las justas relaciones del creyente hacia Dios y
hacia los hombres, así como a la marcha práctica en ellas. La justicia de la
que se habla aquí es enteramente de una naturaleza práctica. Esto puede
resultar bastante chocante para muchas personas, las cuales pueden quedar algo
perplejas tratando de entender cómo la justicia práctica es convertida en el
medio de entrar en el reino de los cielos. Pero, permítaseme repetir, el Sermón
del Monte nunca nos muestra la manera en que un pecador ha de ser salvo. Si
hubiese la menor alusión a la justicia práctica en lo que respecta a la
justificación de un pecador, habría un motivo para alarmarnos; pero no puede
haber ninguna confusión para el creyente que entiende y que está sujeto a la
voluntad de Dios. Dios insiste en que haya piedad en su pueblo. Sin santidad
“nadie verá al Señor” (Hebreos 12:14). No puede haber duda de que el Señor, en
el capítulo 15 de Juan, muestra claramente que las ramas que no lleven fruto
habrán de ser cortadas, y que así como las ramas secas de la vid natural son
echadas en el fuego y arden, así también los que profesan el nombre de Cristo
pero no dan fruto, no pueden esperar mejor suerte.
Llevar fruto es la prueba de vida. Por todas las Escrituras
se declaran estas cosas en los más enérgicos términos. En Juan 5:28-29 se dice:
“Vendrá hora cuando todos los que están en los sepulcros oirán su voz; y
los que hicieron lo bueno, saldrán a resurrección de vida; mas los que hicieron
lo malo, a resurrección de condenación” o de “juicio”. Claramente, no hay
ningún ocultamiento de la solemne verdad de que Dios tendrá, y tiene que
tener, lo que es bueno, santo y justo en los
suyos. Quienes no se hallan caracterizados como hacedores de lo que es aceptable
a los ojos de Dios, no son para nada parte del pueblo de Dios. Pero si estos
frutos fuesen puestos ante un pecador como medio de reconciliación con Dios, o
de tener los pecados borrados delante de Él, ello sería la negación de Cristo y
de Su redención. Pero basta sostener que todos los medios de ser llevados cerca
de Dios se hallan en Cristo —que la única manera por la cual un pecador es
introducido dentro de la esfera de bendición de Cristo es por la fe, sin las
obras de la ley—, basta sostener esto y se verá que no queda lugar para la
menor incoherencia ni ninguna dificultad para entender que el mismo Dios que
confiere a un alma la facultad de creer en Cristo, obra en esa alma por el
Espíritu Santo para producir todo lo que es según Él en la práctica. ¿Para qué
da Él la vida de Cristo y el Espíritu Santo, si tan sólo la remisión de los
pecados fuera necesario? Pero Dios no está satisfecho con esto. Él comunica la
vida de Cristo a un alma y da a esa alma una persona divina para morar en ella;
y, como el Espíritu no es fuente de debilidad ni de temor, “sino de poder, de
amor y de dominio propio” (2 Timoteo 1: 6), Dios busca caminos en los suyos
acordes con Su santidad y espera que ejerzan discernimiento y sabiduría
espiritual mientras atraviesan la presente escena de prueba.
Si bien los ojos ignorantes miraban con admiración y con respeto la
justicia de los escribas y fariseos, nuestro Señor declara que una justicia de
tan baja estofa no es suficiente. La justicia que asiste al templo cada día,
que se enorgullece de hacer largas oraciones, de dar grandes limosnas, y de
anchas filacterias, no podrá permanecer en la presencia de Dios. Debe haber
algo más profundo y más acorde con la santa y amorosa naturaleza de Dios. Ya
que con toda esa apariencia de religiosidad exterior, lo más probable es que
falte —como generalmente era el caso— conciencia de pecado y de la gracia de
Dios.
Esto demuestra la suprema importancia de tener, como primera cosa,
nuestros pensamientos en orden acerca de Dios; y sólo podemos tener la noción
justa de las cosas una vez que recibimos el testimonio de Dios acerca de su
Hijo. En el caso de los fariseos, vemos hombres pecaminosos que niegan sus
pecados, oscureciendo y negando por completo el verdadero carácter de Dios como
el Dios de gracia. Estas verdades eran rechazadas por los religiosos de
entonces, y su justicia era tal como se podía esperar de gente que ignoraba a
Dios y su propia condición ante Él. Con eso ganaban reputación, pero nada más
que eso. Ellos buscaban su recompensa ahora, y la tuvieron. Pero el Señor dice
a los discípulos: “Si vuestra
justicia no fuere mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el
reino de los cielos.”
El fundamento de la justicia práctica
Permítaseme formular la pregunta aquí: ¿De qué manera Dios cumple esto
en relación con un alma que cree ahora? Hay un gran secreto que no sale a luz
en este sermón. En primer lugar, hay un enorme peso de injusticia en el
pecador. ¿Cómo hay que hacer para tratar esa situación, y cómo un pecador es hecho
apto para ser introducido en el reino de los cielos? El pecador tiene que nacer
de nuevo; adquiere así una nueva naturaleza, una vida que fluye tan plenamente
de la gracia de Dios, como el hecho de llevar sus pecados dependió de la cruz
de Cristo. La justicia práctica tiene su fundamento. El verdadero principio de
toda bondad moral en un pecador —como ya se ha dicho, y como es menester
reiterarlo una y otra vez— es la conciencia y la confesión de su falta de ella,
o, si se prefiere, de su maldad. Nunca hallaremos nada justo para con Dios en
un hombre hasta que él reconozca que en sí mismo está todo mal. Cuando él
desciende hasta sus propias miserias, entonces es llevado a acudir a Dios, y
Dios le revela entonces a Cristo como Su don para el pobre pecador. Moralmente,
está destruido, sintiendo y reconociendo que está perdido, a menos que Dios se
haga presente para tratar su caso; recibe a Cristo, y entonces ¿qué?: “El que cree en mí,tiene vida eterna” (Juan
6:47).
¿Cuál es la naturaleza de esa vida? Es
perfectamente justa y santa en carácter. El hombre es hecho en seguida apto
para el reino de Dios. “El que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de
Dios” (Juan 3:3). Pero, en lo que respecta a cuándo se nace de nuevo, el Señor
no entra en detalles aquí tampoco. “Lo que es nacido de la carne, carne es; y
lo que es nacido del Espíritu, espíritu es” (Juan 3:6). Los escribas y los
fariseos solamente obraban por la carne y en el poder de ella; no creían estar
muertos a los ojos de Dios, como tampoco lo creen los hombres hoy. Pero el que
cree, empieza por creer que es un hombre muerto, que necesita una nueva vida, y
que la nueva vida que recibe en Cristo es apta para el reino de los cielos.
Dios actúa precisamente en esta nueva naturaleza, y opera por el Espíritu Santo
esta justicia práctica; de modo que permanece totalmente cierto, en el más
pleno sentido, el hecho de que “si vuestra justicia no fuere mayor que la de los escribas y fariseos, no
entraréis en el reino de los cielos”. Pero el Señor aquí no explica cómo tiene
lugar esto. Él simplemente declara que lo que iba acorde con la naturaleza de
Dios, no debía hallarse en la justicia humana, judía, y que debía ser para el
reino.
Antes que nada leer dice el libro de Hechos 15-17.
ResponderEliminarLos Judios en especial los Fariseos DURANTE que YeHOSHUA-YeSHUA vivió El "aprendio y pregunto" Luc 2:46-47 Y aconteció que tres días después le hallaron en el templo, sentado en medio de los doctores de la ley, oyéndoles y preguntándoles.
Y todos los que le oían, se maravillaban de su inteligencia y de sus respuestas.
Decir a la ligera q Yeshua estuvo siempre en todo en contra de ellos es un gran error de los falsos maestros (doctos en herejias encubiertas) es como " la herejia es al error como el error a la herejia" estas 2 van de la mano. Shalom ;)