El pecado
“Por tanto, como el pecado
entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte, así la muerte pasó
a todos los hombres, por cuanto todos pecaron” (Romanos 5.12).
¿Cómo sería el mundo si no
hubiese guerra, ni homicidios, ni robos, ni pleitos familiares? ¿Cómo sería si
todos los hombres fueran perfectos como lo fue Adán antes de pecar? Sería un
lugar bello, ¿verdad? Al comparar nuestro mundo pecaminoso con un mundo sin
pecado se nos da una idea de cómo es el pecado.
El pecado ha sido definido
de la siguiente manera: “cualquier pensamiento, palabra, acción, omisión o
deseo contrario a la ley de Dios”. La palabra pecado se refiere a toda
iniquidad y a la corrupción espiritual del alma. Es el opuesto de la justicia.
La Biblia define el pecado
· “El pensamiento del necio
es pecado” (Proverbios 24.9).
· “Todo lo que no proviene de
fe, es pecado” (Romanos 14.23).
· “Y al que sabe hacer lo
bueno, y no lo hace, le es pecado” (Santiago 4.17).
· “El pecado es infracción de
la ley” (1 Juan 3.4).
· “Toda injusticia es pecado”
(1 Juan 5.17).
El origen del pecado
El relato del origen del
pecado en el mundo se encuentra en Génesis 3.1–8. Antes de que el pecado
entrara en el mundo el hombre era puro y santo, vivía una vida muy feliz y
estaba contento con todo. Él llevaba la imagen de su Creador; no sabía nada de
la culpa ni de la muerte. El hombre estaba libre de toda condenación y gozaba
de comunión con Dios. Pero después que Satanás engañó a Eva apareció entonces
la primera transgresión del hombre, como dice en Romanos 5.12: “Por tanto, como
el pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte, así la
muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron”. La naturaleza del
hombre fue cambiada. En vez de ser “bueno en gran manera” (Génesis 1.31) como
lo hizo Dios, ahora Dios tuvo que decir del hombre: “Todos pecaron, y están destituidos
de la gloria de Dios” (Romanos 3.23).
El pecado de Adán y los pecados nuestros
Ser un pecador no depende
de la clase o el tamaño de los pecados cometidos. Un hombre roba una manzana y
otro hombre roba mil dólares. Delante de Dios los dos son culpables. No por
robar una cosa grande o pequeña, sino por robar. Cuando Dios nos dice
una cosa y hacemos otra, lo que nos aparta de Dios es el hecho que fuimos
desobedientes. No nos engañemos, pues, pensando que los pecados nuestros no son
tan malos como los de otras personas. Por tanto, aunque nuestro pecado parezca
muy pequeño será suficiente para apartarnos de nuestro Dios. El pecado de Adán
y Eva cuando comieron del fruto prohibido no parece importante en comparación
con los pecados y crímenes graves que se cometen en la actualidad. Sin embargo,
su pecado bastó para separarlos de Dios y traer sobre ellos y sobre su
descendencia la condenación de muerte.
1.
El pecado de Adán
Un solo pecado destruyó la
pureza, perfección, santidad y la vida del hombre. Este pecado no consistió
solamente en extender la mano y tomar el fruto del árbol prohibido; tomar el
fruto fue sólo el resultado del hecho de dejar a Dios y seguir a Satanás. El
pecado, por lo tanto, fue la condición del alma y no sólo la acción de
la mano que cogió el fruto. El hombre perdió su relación con Dios y por eso
llegó a ser pecaminoso. Del pecado de Adán recibimos la corrupción de la
naturaleza humana, la mortalidad y la separación de Dios. Esta condición se ha
trasmitido de generación en generación y conduce a cada persona al pecado
propio. Solamente la sangre de Jesucristo puede quitar esta mancha. (Lea Salmo
51.5; Hechos 17.26; Romanos 3.9–23; 5.12–19; 2 Corintios 5.14 y Efesios 2.3.)
2.
Los pecados cometidos
Cuando el pecado existe en
el corazón, éste se manifiesta de algún modo en la vida de la persona.
“Engañoso es el corazón más que todas las cosas, y perverso” (Jeremías 17.9).
Por tanto, “del corazón salen los malos pensamientos, los homicidios, los
adulterios, las fornicaciones, los hurtos, los falsos testimonios, las
blasfemias. Estas cosas son las que contaminan al hombre” (Mateo 15.19–20).
A veces escuchamos la
pregunta: ¿Soy yo responsable por el pecado de Adán? No. Pero el pecado de
Adán, o mejor dicho la naturaleza pecaminosa que heredé de Adán, me hará pecar.
Y eso sí me condenará delante de Dios.
3.
Los pecados de omisión
Esto es cuando no hacemos
las cosas que sabemos que debemos hacer. Dios, por medio de Santiago, nos dice:
“Al que sabe hacer lo bueno, y no lo hace, le es pecado” (Santiago 4.17). Si
sabemos que Dios quiere que hagamos algo, y no lo hacemos, pecamos.
El pecado imperdonable
Este tema fue debatido
varias veces por Cristo y los apóstoles, y la seriedad del mismo exige que lo volvamos
a revisar. A continuación citamos algunos versículos de la Biblia sobre el
tema:
“Por tanto os digo: Todo
pecado y blasfemia será perdonado a los hombres; mas la blasfemia contra el
Espíritu no les será perdonada. A cualquiera que dijere alguna palabra contra
el Hijo del Hombre, le será perdonado; pero al que hable contra el Espíritu
Santo, no le será perdonado, ni en este siglo ni en el venidero” (Mateo
12.31–32).
“Porque es imposible que
los que una vez fueron iluminados y gustaron del don celestial, y fueron hechos
partícipes del Espíritu Santo, y asimismo gustaron de la buena palabra de Dios
y los poderes del siglo venidero, y recayeron, sean otra vez renovados para
arrepentimiento, crucificando de nuevo para sí mismos al Hijo de Dios y exponiéndole
a vituperio” (Hebreos 6.4–6).
Nuestro Salvador dio la
solemne advertencia contra el pecado imperdonable porque los fariseos lo
acusaron de echar fuera a los demonios “por Beelzebú, príncipe de los
demonios,” atribuyéndole así a Satanás el poder que sólo Dios posee (Mateo
12.24). Con relación a la blasfemia contra el Espíritu Santo bien se ha dicho
que no es por falta alguna del poder de la sangre de Cristo que jamás se
perdona este pecado ni por falta de la misericordia perdonadora de Dios. Más
bien, es porque los que cometen el pecado imperdonable desprecian y rechazan el
único remedio para el pecado, el poder del Espíritu Santo que aplica al alma
del hombre la redención por medio de la sangre de Cristo.
Algunas personas temen
haber cometido el pecado imperdonable. A ellos se les puede hacer una pregunta:
¿Desea usted arrepentirse y dejar el pecado? Si la respuesta es “sí”, entonces
no ha cometido el pecado imperdonable, pues una verdadera angustia y
arrepentimiento por los pecados es la mejor evidencia que no se ha cometido el
pecado imperdonable. La Biblia dice que para los que cometen el pecado
imperdonable “es imposible que (...) sean otra vez renovados para
arrepentimiento” (Hebreos 6.4–6).
No debemos concluir que
alguien ha cometido el pecado imperdonable y dejar de llamarlo al
arrepentimiento. ¿Cómo podemos estar seguros que la persona ya no puede
arrepentirse? Es por eso que sería mejor seguir llamando al tal, aunque creamos
que no puede arrepentirse que dejar de llamar a uno que pudiera.
Hay personas que, teniendo
en cuenta estos versículos, declaran que cuando un cristiano cae en pecado
nunca puede arrepentirse. Pasan por alto versículos como Santiago 5.19–20; 2
Pedro 3.9 y 2 Corintios 7.9.
Las dos lecciones prácticas
que podemos aprender de la enseñanza bíblica sobre el pecado imperdonable son:
1. “Así que, el que piensa
estar firme, mire que no caiga” (1 Corintios 10.12).
2. El hecho de que pecar
contra el Espíritu Santo es el único pecado que pone al hombre más allá del
arrepentimiento destaca la gracia y la bondad de Dios.
Lo que nos hace vulnerables
al pecado
1.
La depravación heredada
Como dice Pablo, somos “por
naturaleza hijos de ira” (Efesios 2.3). Es decir, hemos heredado de Adán la
tendencia hacia el pecado por medio de nuestros antepasados. Los hijos tienen
la inclinación a pecar porque la han heredado de sus padres que también son
pecadores. De manera que, sobre los padres descansa una gran responsabilidad de
enseñarles a los hijos a refrenar su naturaleza pecaminosa y luego a encontrar
en Cristo el remedio para su pecado.
2.
La tentación
Satanás se aprovecha de la
concupiscencia de los hombres, tentándolos a pecar. “Cada uno es tentado,
cuando de su propia concupiscencia es atraído y seducido” (Santiago 1.14). Por
esta razón debemos huir de lo que atrae a nuestra naturaleza pecaminosa. (Lea
Mateo 4.1–11; 6.13; 1 Corintios 10.13; Santiago 1.2–6, 12–17.)
3.
La ignorancia
Por falta de entendimiento
muchas personas han caído en pecados graves que han afectado toda su vida. Pero
lo que necesita la humanidad no es el conocimiento del pecado, sino el
entendimiento acerca del pecado. Este entendimiento debe ir acompañado junto
con las instrucciones de cómo alejarnos de las garras mortíferas del pecado.
(Lea Levítico 4.2–3; Salmo 79.6; Jeremías 9.3; Lucas 12.48; Hechos 17.29–30;
Efesios 4.18.)
4.
La ociosidad
Muchos jóvenes se han
olvidado de los proverbios antiguos: “La ociosidad es la madre de todos los
vicios” y “Una mente ociosa es el taller del diablo”. Ocúpese haciendo algo
útil, algo que pueda hacerse para la gloria de Dios y escapará de muchos lazos
en los cuales han caído los ociosos. Una de las maldiciones más grandes del
tiempo moderno es que hay muchos padres que crían a los jóvenes sin enseñarles
cómo trabajar. Dé trabajo a los ociosos del pueblo y limpie los lugares de
ociosidad, y muchas de las maldades desaparecerán. (Lea Proverbios 10.4; 12.24;
13.4; 24.30–34; 26.15; 2 Tesalonicenses 3.10–12; 1 Timoteo 5.13.)
5.
La indiferencia
La actitud de “¿qué me
importa?” ha llevado a muchas personas a una vida de pecado. Al que nada le
importa siempre escoge el camino que le parece más placentero, el camino de
pecado.
6.
La influencia de los malos
compañeros
Nuestro peor enemigo, fuera
de nuestra carne, es la persona que pretende ser nuestro amigo, pero nos insta
a pecar. “Hijo mío, si los pecadores te quisieren engañar, no consientas”
(Proverbios 1.10). ¿Ha visto usted lo que le pasa a una naranja buena después
de haber estado entre naranjas podridas?
7.
La avaricia
Hay gente que hacen
ganancias por medio de negocios fraudulentos y no se dan cuenta que al
sacrificar su integridad pierden algo de más valor que el dinero. Por tratar de
mantener una posición alta en la sociedad, algunos han sacrificado una
conciencia tierna sin darse cuenta que ellos salieron más bien perdiendo que
ganando. Con el objetivo de ganar una posición alta anhelada algunos hombres se
han envilecido renunciando a su integridad a cambio de ganancia o fama mundana.
Cuando se sacrifican la piedad y la pureza a cambio de los tesoros mundanos
(Proverbios 23.5) hay contaminación de pecado y la pérdida no puede ser
recobrada con nada que este mundo ofrezca. Lea la historia del hombre rico y
Lázaro (Lucas 16.19–31) y también la del rico insensato (Lucas 12.15–21).
8.
La lisonja
Esto es algo que es más
difícil resistir que la oposición abierta y directa. Es cierto que hoy, así
como en los días de Salomón, “la boca lisonjera hace resbalar” (Proverbios
26.28).
Detrás de todo esto está la
influencia y la obra del “padre de mentira” (Juan 8.44), el gran engañador de
las almas que conoce las debilidades y las flaquezas de los hombres. Él no
pierde ninguna oportunidad para conducirlos a la perdición. En resumen, todo
pecador puede decir verdaderamente: “La serpiente me engañó, y comí” (Génesis
3.13).
Resultados del pecado
1.
La muerte
El resultado del pecado se
resume en esta advertencia a Adán: “Porque el día que de él comieres,
ciertamente morirás” (Génesis 2.17). Y todas las citas que mostramos a
continuación testifican que la muerte corporal y espiritual son la paga del
pecado: “El alma que pecare, esa morirá” (Ezequiel 18.4); “La paga del pecado
es muerte” (Romanos 6.23); “La muerte pasó a todos los hombres, por cuanto
todos pecaron” (Romanos 5.12); “El pecado (...) da a luz la muerte” (Santiago
1.15); “Muertos en (...) delitos y pecados” (Efesios 2.l); “La que se entrega a
los placeres, viviendo está muerta” (1 Timoteo 5.6).
2.
La corrupción
El pecado es un proceso que
corrompe la persona haciéndola vil ante los ojos de Dios y vergonzosa a la luz
de la justicia y santidad verdadera. Es algo que no se puede eliminar ni por
medio de la civilización, ni de las buenas costumbres, ni de la cultura. Pues
al fijarnos en los países que pretenden ser más civilizados también encontramos
que los mismos son parte de los medios más vergonzosos de inmundicia. ¿Adónde
se puede ir en este mundo sin que la corrupción sea tan evidente? En todas
partes se nota que los hombres son “amadores de sí mismos, avaros,
vanagloriosos, soberbios, blasfemos, desobedientes a los padres, ingratos,
impíos, sin afecto natural, implacables, calumniadores, intemperantes, crueles,
aborrecedores de lo bueno, traidores, impetuosos, infatuados, amadores de los
deleites más que de Dios” (2 Timoteo 3.2–4). El pecado es una enfermedad mortal
que primero corrompe, y por último destruye alma y cuerpo
(Romanos 1.20–32).
3.
La miseria
Hay muchos que se engañan
con la idea de que la religión sólo vale a la hora de la muerte; pero mientras
viven prefieren la vida de pecado, suponiendo que sacan mayor satisfacción y
placer del pecado. Pero, “no os engañéis” (Gálatas 6.7). ¿Por qué hay tanta
miseria, pobreza, aflicción, dolor, enfermedades y plagas en el mundo? Es por
causa del pecado. ¿Por qué hay cárceles, penitenciarías y escuelas de
reformación de la conducta? ¿Por qué las peleas, las disputas, el asesinato,
las persecuciones, las guerras y los otros pesares de la vida? ¿Por qué existen
esas chozas miserables de prostitución en nuestras ciudades, el remordimiento
de la conciencia, la angustia del alma y las esperanzas arruinadas? A causa del
pecado. “¿Para quién será el ay? ¿Para quién el dolor? ¿Para quién las
rencillas? ¿Para quién las quejas? ¿Para quién las heridas en balde? ¿Para
quién lo amoratado de los ojos? Para los que se detienen mucho en el vino”
(Proverbios 23.29–30). Esta lista de miserias y aflicciones es típica de lo que
produce cualquier pecado. ¡Las palabras no bastan para describir los lamentos,
los pesares y las desolaciones causadas por el pecado!
Es cierto que muchas veces
el pecado trae lo que los hombres llaman placer. Como las drogas, el pecado da
una sensación de placer momentáneo. Los que están bajo la influencia de este
engañoso “jarabe que calma” miran con lástima o desprecio a los que andan en
pasos de justicia y santidad verdadera. Pero tales placeres sólo son pasajeros.
El que se toma un trago de vez en cuando corre el riesgo de llegar a ser el
borracho que tambalea por las calles. El joven que fuma cigarrillos finalmente
llega a convertirse en un esclavo enfermo. El jugador de suerte corre el riesgo
de caer bancarrota y un libertino entregado a los vicios llega a ser un
destructor de hogares. Como un “jarabe que calma” el pecado puede tranquilizar
por un tiempo, pero sólo adormece a la víctima y le asegura el terrible día de
la ira y de la retribución.
4.
La condenación eterna
Los peores resultados del
pecado no se experimentan en esta vida, sino en la eternidad. Cualquier cosa
que se experimente en este mundo será muy ligera en comparación con lo que ha
de venir. El edicto está escrito: “Todo lo que el hombre sembrare, eso también
segará” (Gálatas 6.7). Aquí sembramos, allá segamos. Si en esta vida sembramos
para la carne, en el mundo venidero segaremos corrupción (Gálatas 6.8). Si aquí
sembramos para el Espíritu, más allá segaremos vida eterna. Si los resultados
del pecado aquí, manifestados claramente al hombre, son indescriptibles por la
lengua y la pluma humana, ¡qué angustia y miseria habrá cuando se junten los
lamentos y gemidos de las almas condenadas con los del diablo y sus ángeles, en
medio de las llamas del infierno donde “el humo de su tormento sube por los
siglos de los siglos”! (Apocalipsis 14.1 l).
La liberación del pecado
¿Acaso no hay manera de
escapar? ¿No hay alguna manera en que los perdidos y encadenados por el pecado
puedan librarse de su esclavitud y escapar del castigo del fuego eterno (Judas
7)? Gracias a Dios, sí la hay. Hay perdón por los pecados cometidos si
cumplimos con los requisitos de Dios para tal perdón (Lucas 24.47). “Porque no
nos ha puesto Dios para ira, sino para alcanzar salvación por medio de nuestro
Señor Jesucristo” (1 Tesalonicenses 5.9). La gracia de Dios se extiende a toda
alma. A cada persona encadenada por los grilletes del pecado le llega la
invitación bondadosa y celestial: “Mirad a mí, y sed salvos, todos los términos
de la tierra, porque yo soy Dios” (Isaías 45.22). No obstante, esta promesa se
basa en la siguiente: “Deje el impío su camino, y el hombre inicuo sus
pensamientos, y vuélvase a Jehová, el cual tendrá de él misericordia, y al Dios
nuestro, el cual será amplio en perdonar” (Isaías 55.7). “Si no os arrepentís”,
el único resultado será que “todos pereceréis igualmente” (Lucas 13.3).
La victoria sobre el pecado
La libertad del pecado sólo
es posible cuando la persona se somete al poder de Dios y a la dirección de su
Espíritu. No hay poder, ni en la tierra ni en el infierno, que pueda negar a
cualquiera la victoria perfecta en nuestro Señor Jesucristo, con tal que la
persona cumpla con los requisitos de la palabra de Dios. Aunque se trate de los
hombres más fuertes y más inteligentes lo cierto es que: “separados de [Cristo]
nada podéis hacer” (Juan 15.5). Sin embargo, el más débil puede decir: “Todo lo
puedo en Cristo que me fortalece” (Filipenses 4.13). ¿Cómo, pues, venceremos?
· Por medio de la sangre del
Señor Jesucristo: “Y ellos le han vencido por medio de la sangre del Cordero”
(Apocalipsis 12.11).
· Por medio de la fe: “Y esta es la victoria que
ha vencido al mundo, nuestra fe” (1 Juan 5.4).
· Al vestirnos de toda la
armadura de Dios: “Fortaleceos en el Señor, y en el poder de su fuerza. Vestíos de toda
la armadura de Dios (...) para que podáis resistir en el día malo, y (...) sobre todo, tomad el escudo de la fe, con
que podáis apagar todos los dardos de fuego del maligno” (Efesios 6.10–16).
· Por medio de la palabra: “En mi corazón he guardado
tus dichos, para no pecar contra ti” (Salmo 119.11).
Nuestra lucha contra el
pecado significa una batalla continua contra los poderes del maligno. Pero
tenemos que recordar que “las armas de nuestra milicia no son carnales, sino
poderosas en Dios” (2 Corintios 10.4). Confiemos en Dios; su poder es infinito,
su amor es infalible y él promete que nunca dejará ni abandonará a los suyos.
Es nuestro privilegio experimentar continua y diariamente lo descrito por
Pablo: “Antes, en todas estas cosas somos más que vencedores por medio de aquel
que nos amó” (Romanos 8.37).
No hay comentarios:
Publicar un comentario